Los piropos, acoso o alarde a la belleza

Los piropos, ¿acoso o alarde a la belleza?

Con este artículo, tal vez me vaya en contra de los pensamientos de muchos sobre los piropos. No expongo un tratado de quién es más correcto, más o menos conservador ni más liberal; tampoco sobre quién es más simple, burdo o galante.

Muy personalmente, siempre he considerado extremo afirmar que los piropos –los halagos callejeros o las adulaciones– son un desencadenante del acoso sexual, de la violación pública o de un atentado a la dignidad femenina o masculina. Incluso, hay quienes los consideran la antesala a otras formas más graves de violencia sexual.

Si bien el acoso está casi implícito cuando se camina por la calle; este punto puede resultar tema de discusión, porque lo que para muchos puede ser un alarde a la belleza de alguien o algo, para otros resulta ser un acto morboso y ofensivo. Sin embargo, crucificar a todo aquel que dice algo en la calle me resulta un tanto desproporcionado. Algo sí aclaro: no instalo mi bandera en defensa de los patanes, agresivos y acosadores.

Soy enemiga de los chiflidos sin sentido y de las palabras empalagosas que desvirtúan la belleza; también lo soy de los juicios desmedidos que atropellan la intimidad de una persona.

El punto aquí –en mi opinión– es el lenguaje: tanto la acción como la diferenciación entre acoso y piropo están marcadas por la forma en que se emiten –y se reciben– las voces en ambas partes.

En el acoso, las insinuaciones sexuales marcan las señales, el contacto y la conducta con fines sexuales. El piropo, por su parte, es una práctica sociocultural histórica y –en un sentido más positivo– se ha considerado siempre como una forma de seducción.

No discuto el hecho de que la vulgaridad raya con la galantería, pues hay palabras y acciones que denigran, humillan y atemorizan.

Sin embargo, hay formas de decir las cosas sin necesidad de incomodar u ofender a alguien, porque es claro que el término “piropo” y su práctica devino paulatinamente en degeneración. Lo que en tiempo de nuestros padres era un gesto de espontaneidad y delicadeza, ahora muchos lo volvieron una manifestación provocadora con fines de materialización simbólica tanto femenina como masculina.

En todo caso, el tema de los piropos ya no es un asunto solo de hombres; ahora también hay “piropeadoras”. La conquista y la coquetería no es exclusividad del género masculino y, en tiempos donde la mujer somos más empoderadas de nuestras palabras y acciones, no creo que los hombres se sientan violentados porque les echen flores de vez en cuando.

Muchas mujeres piden a gritos la extinción del piropo porque no va con ellas, ya que raya con su forma de sentirse dignas y verse femeninas.

En Filipinas, por ejemplo, implementaron una ley contra el acoso sexual que busca decir adiós a los piropos y chistes sexistas; además, prohíbe silbar a las mujeres con el fin de limpiar las calles de acosadores sexuales e intolerantes. Mientras que países como Chile, Perú, Bélgica, Francia, Argentina entre otros, también han sancionado proyectos de ley para que se acabe con el acoso callejero.

No asumo que debamos ignorar toda práctica ofensiva; tampoco digo que, con pañitos de agua tibia, sea fácil sobreponerse a una situación denigrante u hostil de cualquier extraño en la calle, en el trabajo o en cualquier otro espacio, sea público privado. Sin embargo, mandar a volar zapatos y carteras, lanzar insultos y sentir como un acto violento toda mirada o palabra sobre nuestro físico, nuestra ropa o cabello; me parece un tanto escandaloso.

Reafírmale al mundo que no vas a dejar de ser tú porque ellos o ellas son como son, ya que ni la ropa que llevemos, nuestra forma de caminar o comportamiento deben ser desencadenantes de un ataque verbal o físico.

La respuesta es muy subjetiva. ¿Debe o no debe darse fin a los piropos callejeros? Ahí, les queda.

#MujerInspírate

¿Qué opinas?

Diana Mile Saldarriaga

Periodista. Comunicadora Social. Se dedica a la investigación y realización de contenidos periodísticos y formatos de entretenimiento para televisión. Cree en las mujeres auténticas, sin fachadas, las de los aciertos y las torpezas, las del perdón propio. Le apasiona comprar libros, leerlos, releerlos y pintarlos con lápices de colores.

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