¿Identidad propia o colectiva?

Actualmente nos enfrentamos a un fenómeno pintoresco del cual quiero hablarles. Este fenómeno se aprecia en un gran porcentaje de mujeres y hombres pertenecientes a estratos altos de la sociedad, quienes sufren por mantener su imagen de acuerdo a una “moda” impuesta por grandes marcas internacionales que llegaron para conquistar el mercado.

Al entrar un día en la universidad, me encontré con un escenario que me hizo tener una extraña sensación, como si todos compartieran el mismo closet, peluquero, celular, y demás accesorios. Por ejemplo, un producto que se popularizó fuertemente tanto en hombres como en mujeres fueron los zapatos All Star de Adidas, a tal punto que salias a la calle y parecía que por primera vez hubiesen uniformado a una ciudad.

Está científicamente comprobado que si alguien entra a un salón lleno de personas que alzan la mano, este siente la necesidad de hacer lo mismo. Expertos argumentan que esta necesidad de actuar como el resto responde al deseo de sentirse parte de un grupo, de sentirse protegido o simplemente no ser “el diferente”.

En este orden, la mayoría de las publicidades te venden la idea que con su producto conseguirás sentirte de una manera en específico o tener una experiencia diferente, única. Las empresas detrás de este tipo de marketing pertenecen a un mercado masivo empeñado en hacer que todos sus clientes se sientan únicos, aunque todos tengan el mismo producto. Irónico, ¿no?

En ocasiones, al ver que todos tienen la misma camisa de una marca en específico o un smartphone de último modelo, surge en nosotros esa necesidad de encajar, además de llevarte a percibir esos productos –a los que antes quizás no hubieras prestado atención– como deseables; y piensas: “si la mayor parte de la población lo tiene, es por algo, ¿no? Entonces, ¿por qué no lo tengo yo?”. De esta manera nace ese impulso de pintar nuestras escamas del color que es tendencia en el año, simplemente porque el color que hoy lucimos, ya pasó de moda.

Desde pequeños, la cultura nos ha inculcado que ser diferente es malo, se nos enseña que todos somos “iguales” y que debemos procurar una conducta específica. Algunos dicen que lo aprendido durante los primeros años de vida es una especie de programación que, si no se hace conciencia, nos lleva a caer en lo mismo; un ciclo vicioso de querer lo que el otro tiene y sentirse bien por tenerlo.

La verdadera regla –y no la excepción– debería ser el olvidarse del “qué dirán”, sin temor a ser originales.

Después de todo, no debemos sentirnos obligados a inclinarnos por un producto de marca sólo porque es tendencia o porque mi actriz favorita lo promociona. Si realmente te gusta y te es útil, lo adquieres; pero si no, ¿por qué hacerlo? Otro punto a aclarar es que los demás no deben influenciarte en la forma en que percibes la moda y los distintos productos de marca en tendencia, porque si así fuera, entonces te pregunto: ¿vas a dejar que apaguen tus gustos, tus preferencias y hasta tu identidad por preferencias colectivas?

Más tarde que temprano, confío en que las personas caerán en cuenta que las publicidades son engañosas. Que la única persona capaz de identificar sus gustos y preferencias de manera genuina es uno mismo, no tus amigos ni tus familiares, mucho menos una publicidad de sonrisas fingidas y promesas falsas.

Mi invitación es a dejar de ir en pos de tendencias a fin de buscar aceptación, también a dejar de compararnos, pues, todos somos especiales, diferentes y todos tenemos un mismo propósito en la vida; ese propósito es ser felices con quienes somos, por como somos, encontrar lo que realmente nos apasiona y salir al mundo a aportar ese granito de arena para mejorar la sociedad, algo que sólo se logra siendo realmente genuino.

Escrito por Valentina Angée Vélez.

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